CÉSAR JAVIER PALACIOS PERIODISTA EXPERTO EN MEDIO AMBIENTE ECO
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Entre El Aaiún y Dakhla, la antigua Villa Cisneros del Sáhara español, hay 500 kilómetros de carretera a través de arenas interminables y diez insufribles controles policiales donde, hagas lo que hagas, alguna multa pagas. Aquí no encuentras la soledad añorada del desierto.
Cientos de camiones frigoríficos rugen a toda velocidad trasladando diariamente hacia el norte miles de toneladas de pescado congelado en un intento casi inútil por mantener la cadena del frío en uno de los lugares más tórridos del planeta.
Cuando llego por fin a la península del Río de Oro me recibe un espejismo de ciudad gigantesca, caótica, en delirante estado de expansión desordenada (más de 100.000 habitantes), devoradora de un paisaje natural único y donde el único resto de su pasado colonial es la antigua iglesia católica de Nuestra Señora del Carmen, directamente administrada por el Vaticano.
Horribles naves industriales afean la avenida marítima, ajenas a la belleza de unas aguas doradas cuya luz brillante es lo único que de momento no han logrado arrinconar.
Saharauis, marroquíes, mauritanos y senegaleses se mezclan en las sucias calles en un permanente comercio desordenado pues la mayoría son recién llegados a esta nueva tierra que Marruecos se empeña en colonizar a ritmo vertiginoso. "Aquí todo el mundo viene, nadie se va", me señala lacónica la recepcionista del hotel.
Estoy al sur del trópico de Cáncer, pero el paisaje árido, polvoriento, desarbolado, no tiene nada de tropical. ¿De qué vive toda esta gente? Viven del mar. De esquilmar el mar, para ser exactos.
Ese pulpo tan fantástico que te comes en tu restaurante favorito o compras en el supermercado, ese calamar inmenso de las frituras playeras, la mojama murciana, el atún de la ensalada o del sushi, la merluza y hasta la lata de comida para tu gato, todo viene del caladero sahariano, uno de los más importantes del mundo, y que tiene en esta ciudad su principal puerto pesquero de descarga. Me lo confirma un intermediario español con quien entablo amigable conversación y que enseguida empieza a hablarme de mordidas, corrupción, falsificaciones, prostitución, alcoholismo, millones de kilos de pescado. 600.000 toneladas al año. Gracias a sus contactos puedo visitar el puerto, donde gallegos, vascos, canarios, holandeses y hasta chinos hacen negocio, ajenos al expolio de unas riquezas que, según ha dictaminado el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), pertenecen a los saharauis y no a los marroquíes. Da lo mismo. Solo se quejan de que cada vez hay menos pescado, de que hay que ir más lejos a buscarlo y los precios suben. Como si ellos no fueran los culpables. Decenas de embarcaciones descargan en esos momentos sardinas gracias a una mano de obra miserable que con suerte ganará un euro a la hora, sin derecho a sanidad ni paro. Cuando terminan vuelven otra vez a la mar, voraces por completar cuanto antes unas cuotas pesqueras que las élites se reparten en pingües beneficios. Los barcos pelágicos descargan su carga directamente en camiones cisterna a través de gigantescos aspiradores que vomitan pescado.
Todo este mercadeo da asco. Y aún me falta lo peor. Visitar el pueblo pesquero de La Sarga, en el extremo meridional de la península. Me reciben a la entrada elegantes flamencos, ruidosas pagazas y hasta una indolente águila pescadora, pero es otro espejismo. Ante mí se extiende una ciudad hecha en basura sobre la basura. Y más allá, recostadas sobre la playa, cientos de pequeñas barcas de madera esperan la llegada de la noche para salir a faenar. Son parte de las 6.000 embarcaciones artesanales que pescan en esos lugares a donde no pueden llegar los grandes barcos industriales. Caminando por una idílica playa cubierta de plásticos te preguntas a quién queremos engañar con nuestros sistemas selectivos de reciclaje, nuestro comercio justo, nuestra sostenibilidad, más allá de a nuestras propias y mezquinas conciencias.
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