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Rosa del Desierto

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FERNANDO ÍÑIGUEZ  Fuente: El País
La actriz, como esa flor de aspecto fuerte, pero frágil en su composición interior, ha llevado hasta el final de sus días el Sáhara dentro de su enorme corazón
A lo largo de los siglos, una combinación natural de arena, yeso y agua va formando en el duro e inhóspito Sáhara una serie de cristalizaciones superpuestas que dan como resultado una roca sedimentaria que allí llaman rosa del desierto. Con su color oscuro rojizo, parece ciertamente una flor fosilizada, y los saharauis la utilizan muchas veces para decorar las austeras jaimas y casas de adobe en las que habitan.
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Cuando en 2008 Rosa María Sardá viajó por primera vez al Campamento de Dajla a participar en la edición de ese año del Festival Internacional de Cine del Sáhara, le sorprendió que los saharauis, por la semejanza del nombre, la llamaran también a ella Rosa del Desierto. Supuso todo un honor, se sintió halagada, pero a la vez, la semejanza encerraba una metáfora terrible. Con una rosa del desierto, aparentemente una roca sólida que por su composición podría ser utilizada para construir casas en lugar del frágil y efímero adobe, que se deshace como azucarillo cuando llega la época de fuertes y cuantiosas tormentas lluviosas, no es posible construir nada por su contenido arenoso. Sin embargo, es un hermoso objeto decorativo que la cultura saharaui utiliza también para agasajar a sus invitados.
La Sardá, como esa rosa de aspecto fuerte, pero frágil en su composición interior, ha llevado hasta el final de sus días el Sáhara dentro de su enorme corazón. Aparte de la entrevista con Jordi Évole en la que hablaba con naturalidad de la enfermedad que al final se ha llevado su vida, su última aparición pública fue un vídeo hace pocas semanas en el que reclamaba justicia para los presos saharauis encarcelados injustamente por Marruecos. Sin arengas políticas, apelaba en su intervención entre otros rostros populares simplemente a la humanidad de las autoridades marroquíes.
Después de 2008, la Sardá siguió viajando a los campamentos de población refugiada saharaui. Estableció un fuerte vínculo con la familia de origen nómada que la acogió en su primer viaje. Tanto, que desde entonces, tras grandes peleas burocráticas, consiguió que una de las hijas de esa familia, Whaba Hamma Yahya (al principio la Sardá no sabía pronunciar bien su nombre y la llamaba Guapa, por semejanza fonética) viniera con ella a vivir a su casa de Barcelona. Era su orgullo. Decía que a la niña llegada del desierto le había enseñado por igual castellano que catalán y que le emocionaba escucharla hablar con soltura en las dos lenguas con su acento saharaui.
Políticamente próxima al Partido Socialista Catalán y al PSOE a nivel estatal, era muy crítica con la postura que ambos partidos mantenían sobre la causa saharaui. No se cortaba nunca de decírselo a la cara a los altos mandatarios con los que se codeaba a menudo. Incluso decírselo en persona a los mismísimos González y Rodríguez Zapatero.
La Sardá entendió de siempre que la democracia española tenía una deuda histórica con el pueblo saharaui. Se avergonzaba del abandono eterno que ningún gobierno español se atrevió a abordar desde la reinstauración de la democracia y así lo hacía ver en las numerosas manifestaciones que acudía en solidaridad con la causa saharaui. Muchas veces era ella el rostro popular elegido que leía el manifiesto al final de cada acto.
El último Gobierno franquista entregó unilateralmente a Marruecos y Mauritania entre noviembre de 1975 y febrero de 1976 lo que hasta entonces era la 53ª provincia española: el Sáhara Occidental, oficialmente llamado hasta entonces Sáhara Español. La Sardá no lo llevaba con resignación y siempre luchó, como esa rosa del desierto frágil, pero que se construye y adquiere su bella forma caprichosa poco a poco a base de capas y sedimentos, para que se reparara esa afrenta.
Al principio de la pandemia, la Sardá compartía emocionada y con lágrimas entre sus amigos del WhatsApp los vídeos que le llegaban desde los campamentos con los niños saharauis mandando ánimos al pueblo hermano español. Admiró Rosa siempre la generosidad y ausencia de rencor de los saharauis hacía España a pesar de ser la potencia responsable de su dura situación, condenados a vivir como refugiados en mitad de uno de los lugares más inhóspitos del planeta. Pero ahí estaba Rosa siempre. El movimiento civil español de solidaridad con el Sáhara recurría a ella con frecuencia para pedir su presencia en manifestaciones y actos porque siempre decía sí. Valiente y comprometida, nadie le hizo callar su rabia por el Sáhara. Wahba, Guapa para ella, la niña saharaui a la que abrió su casa y su corazón hace unos años, es ya toda una joven mujer que en unos días se gradúa. Rosa no lo podrá ver, como tampoco el sueño que tuvo hasta su último instante: haber visto un Sáhara libre.